Fernando acaba octavo
Era extraña esa racha de viento agradable, casi fresco, que sacudía la parrilla de salida. Fernando Alonso se vestía de piloto -guantes, casco, tapones- sorprendido por la suave brisa, bienvenida tras una mañana ardiente en las arenas de Sakhir. Un mal presagio, por lo inesperado. Un soplo maldito que se llevó las hadas del español muy lejos y que le dejaron desnudo en el desierto, sólo con sus manos y su rabia como defensa en el asfalto. A las tres vueltas descubrió la trampa que portaba su monoplaza. Llevaba la ruina a la espalda, sus alas estaban rotas.
Un fallo mecánico del Ferrari estropeó los buenos propósitos del piloto asturiano, con cara de favorito en la previa. Pero la Fórmula 1 es traicionera, letal a veces por minúsculos detalles. El pasado año un pequeñísimo componente de apenas unos euros estropeó el sábado de Alonso en Monza e hipotecó un triunfo que parecía seguro, unos puntos perdidos que echó de menos en noviembre. Ahora el tono es otro, con mejor armamento y mucho recorrido todavía, pero cada gotera es peligrosa, imprevisible su efecto a final de año. Esta vez, el sistema DRS le jugó una mala pasada.
Le falló el mecanismo del alerón trasero que favorece los adelantamientos (abierto, el coche coge más velocidad, sirve para atacar y defenderse de los rivales). Salió con la merma desde el inicio, sin que hubiera dado problemas en las pruebas anteriores. ¿Qué sucedió? Tendrá que estudiarlo a fondo Ferrari, obligada a evitar averías así, mortales en la lucha por el título. La fiabilidad del monoplaza es tan importante como su velocidad y las buenas decisiones desde el muro. En cuatro grandes premios, con el mejor coche del momento, Alonso ha sumado un podio, una victoria y dos contratiempos. Demasiados. En Malasia, un ligero golpe y la mala reparación del mismo (el alerón delantero colgando) le dejaron ko. Ayer una avería le apartó del podio y quizá del triunfo.
«Si en Sepang fue 50% mala suerte, 50% mala decisión [no entrar a cambiar la pieza], aquí está claro que ha sido mala suerte», opinaba Alonso a las seis de la tarde, con Sebastian Vettel celebrando el domingo y sus mecánicos en los garajes escuchando Hardwell a todo trapo. Su duelo con el alemán duro muy poco, apenas unas vueltas. Los dos se quitaron pronto de en medio a Nico Rosberg, con la pole y sin consistencia. El Ferrari se puso por delante bajo el semáforo, pero la reacción del campeón fue rápida, con un latigazo espectacular. Quedaron los dos enemigos al frente, pero Alonso ya sabía en ese instante que algo no iba bien. Perdía fuelle, se deshacía su ritmo.
«¡Me quedo sin ruedas, me quedo sin ruedas! ¿Qué pasa?», gritaba por radio mientras Vettel le metía casi un segundo por vuelta. Le vencía incluso en el segundo sector de la pista, el más revirado, donde el F138 más agarre y mejor respuesta había dado desde el viernes. «Fernando, es el DRS. ¡No baja!», le gritaron alarmados sus técnicos. El sistema se había quedado bloqueado, una anomalía poco vista. «Que no suba, a veces se da, porque es un mecanismo hidráulico que requiere cierta fuerza, pero que no se cierre es rarísimo», explicaba asombrado el español. La apertura permanente del ala le dejó vendido, veloz en las rectas pero descolocado en las curvas.
Entró a los garajes y sus mecánicos intentaron arreglar la pieza. Cuando volvió a probarla, agua. Otra vez la puerta abierta y de vuelta al taller, donde ya se la ajustaron de un golpetazo. Sin DRS y con dos paradas imprevista acumuladas, Alonso tuvo que remontar con genio desde el pozo. A pelo fue adelantando, pero sólo pudo quedar octavo en apretada pelea. «Podíamos haber sido primeros o segundos», resumió, dejando la única lectura positiva: su coche (sin averías, sin infortunios) es competitivo y promete guerra en Montmeló dentro de tres semanas.
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