Nadie, nadie hace de la desesperación algo tan bello como el Madrid, aferrado a un intangible que ni siquiera responde a un código genético, como se dice, porque no lo tienen ni Benzema, ni Essien, ni siquiera Cristiano y, mucho menos, este otoñal Kaká. Es algo que se siente cuando se pisa el Bernabéu, pero aun así, es algo que jamás se comprende. Eso y no el juego, excelente en el arranque, frenético al final, pero mediocre en el ecuador, llevó al Madrid hasta donde tantas veces ha estado y otras muchas ha vencido. El destino le negó la gloria que antes no alcanzó por fútbol, aunque no el amor de los suyos. Lo merecían los jugadores y los aficionados, que hicieron de la derrota una eucaristía de madridismo, tanto como merece la final este Borussia Dortmund, mejor a lo largo de la Champions.
El Madrid debe darle los buenos días a la tristeza como escribió Françoise Sagan, como cantó Vinicuis, como lo que siempre fue y como lo que demostró ser de la mano de su gente, unido, fuera o no con Casillas como aguador y consuelo de un Sergio Ramos hecho un llanto. No es momento de hablar de Mourinho, de su futuro o del alegato de sí mismo en mitad del dolor. No al menos en estas líneas. Es momento de disfrutar de una bella derrota como si fuera una bella y triste canción.
Ese mismo Mourinho empezó de otro modo, con una decisión de entrenador. La elección de Modric, pero por Khedira, con Özil en su sitio, suponía un cambio drástico en su ideario. Nada de un mediocentro físico, porque el partido necesitaba todos los pases posibles desde el principio, en largo como en corto, y para ello el triángulo Alonso-Modric-Özil era lo mejor que este Madrid tiene en su catálogo, a pesar del mal estado del tolosarra. En esta eliminatoria, no ha estado en su nivel. La decisión, además, implicaba un mensaje: hay que jugar. El croata no es un futbolista de estampida, es un centrocampista que necesita pausa. La mezcla alumbró, de pronto, un Madrid rápido, como siempre, pero rico y, lo más importante, que no confundió velocidad con precipitación. La maniobra desconcertó al Borussia, más impactado por el juego del rival que por la atmósfera, imponente. El Bernabéu nunca falla en estos días. Se diría que le ponen, que ama a quienes desean lo imposible, como escribió un alemán. No fue el ocurrente Klopp. Fue Goethe.
Después de haber dominado por tres veces a un Madrid al que siempre cedió la posesión, y conocedor el técnico de las dificultades de los blancos para el ataque posicional, la variable de Modric resultó inesperada. Había planeado aliarse inicialmente al reloj, parapetarse en su campo, con la presión baja, y esperar el desespero del contrario. De pronto, alguien cambiaba la forma de atacarle. Higuaín salía de la zona del delantero para buscar la cal y arrastrar a los centrales, en coordinación con Özil, que pasaba a ocupar su zona. Había dinamismo y había versatilidad. Lo que faltó fue gol. Hasta tres veces lo pudo conseguir el Madrid en un arranque que no fue simplemente una carga. No. Fue un fútbol luminoso, aunque la sensación posterior es que no supo cómo mantenerlo. Habría una pregunta más que hacerese. O hacerle al entrenador, mejor dicho, y es por qué esa versión del Madrid no se ha dejado ver con más asiduidad. En Dortmund, sin ir más lejos, donde también jugó Modric, pero con Özil en la banda. Es como dejar tuerto a un pintor.
En Madrid, en cambio, Modric se asomó al balcón y Özil filtró la pelota en mitad de la indecisión alemana. El argentino se enfrentó al mano a mano. Cuando la grada cantaba el gol, Weindenfeller se interpuso. La aparición iba a tener su reedición ante Cristiano, en un envío larguísimo que el portugués cazó a la mediavuelta, sobre el mismo arquero, pero el balón lo rechazó su cuerpo. No había cesado la carga cuando fue Özil quien recibió en la derecha con el frente despejado. Con todo a favor, se perfiló y lanzó fuera. Tres ocasiones como tres soles, pero no tres goles.
Klopp sufrió la pérdida de su referencia, Mario Götze, lesionado, pero mandó a sus hombres dar un paso adelante, porque lo contrario era el suicidio. Lewandowski pisó entonces área y sometió a Sergio Ramos a un durísimo duelo, para el que el español tuvo que usar de todo, las piernas, el cuerpo y los brazos. La presión alemana subió metros y apareció en escena Gündogan. Con gran sentido táctico y una descarga de primera propia de los mejores españoles, cambió el partido de dirección. El Madrid sustituyó entonces la triangulación por el pelotazo y ya todo ocurrió de la forma que quería el Borussia, hasta que algo que no podía entender lo llevó al precipicio.
Antes, al conjunto alemán le bastó con la posición de Hummels, mejor en todo que sus oponentes. El hombre del error en Dortmund que dio esperanzas al Madrid, se anticipó, salió y templó. El descanso tuvo un efecto psicológico para todos, especialmente para el Borussia, capaz de reeditar las ocasiones que había tenido el Madrid, tras la reanudación. Lewandowski lanzó fuera, a la defensa y al palo cuando todo estaba a su favor. Pero ninguna de esas ocasiones fue como la que disfruto Gündogan. El centro de Reus lo presentó ante Diego López y cuando ya intuía el gol, la mano del portero resultó milagrosa. Era la mano de un ángel, de otro ángel.
Mourinho dio entrada a Kaká y Benzema, artífices de la acción por la derecha que dio tibias esperanzas al Bernabéu, a falta de ocho minutos. Fueron reales cuando Sergio Ramos cazó el balón en el área. Al rugido le siguió el parón de Bender, intencionado, y una prolongación descomprimida en la hierba, pero nunca en la grada, unida, no dividida. En la eliminación, ganó el madridismo.