El Barcelona queda eliminado.
La imagen no pudo ser más desgarradora. Leo Messi, uno de los mejores jugadores que ha dado nunca el fútbol, luchaba con todas sus fuerzas por controlar un mar de lágrimas justo después de que Fernando Torres sentenciara el pase del Chelsea a la final de la Liga de Campeones. La estampa del diez argentino, que erró un penalti que bien pudo haber cambiado el destino de su equipo, quizá sirva como metáfora de la crueldad de este deporte. Porque el Barcelona, incapaz de aprovechar que su rival jugara con un hombre menos casi una hora, hizo todo lo que tuvo en su mano para estar en Múnich.
Jugó hasta que se lo permitieron los nervios, creó ocasiones y se hartó de estrellar balones a los palos. En cambio, a los de Di Matteo les sobró con pasarse dos partidos enteros defendiendo y marcar en tres de los cuatro disparos a portería que efectuó en toda la eliminatoria para dejar fuera del camino a un Barça que fue despedido entre aplausos por su afición, consciente de que la justicia poética ha abandonado definitivamente al equipo.
Y eso que el panorama no se le pudo poner mejor a los azulgrana cuando ni siquiera se había alcanzado el descanso. El Barcelona había conseguido remontar el 1-0 de Stamford Bridge gracias a los goles de Busquets e Iniesta. Y las malas noticias se le acumulaban a un Chelsea al borde de la locura. Justo después del gol inaugural barcelonista, John Terry se ganó la roja después de soltarle un puñetazo y un rodillazo a Alexis por detrás cuando pensaba que nadie lo miraba.
Propio de un futbolista tan acostumbrado al juego sucio como a la bula. Debió pensar el estibador inglés que estaba en los suburbios de Londres después de tomarse unas pintas y que nadie tendría en cuenta tan lamentable guantazo. Lo que le faltaba a Di Matteo, que ya había perdido por lesión a su otro central titular, Cahill, y que no tuvo otra que jugarse la vida con sus dos laterales derechos, Ivanovic y Bosingwa, como centrales.
Por desgracia para el Barcelona, la noche estaba abocada a la más absoluta locura. Sólo así se entiende que el Chelsea lograra emular la acción episódica de Stamford Bridge, otra vez en el añadido del primer tiempo, para volver a colocarse en ventaja en la eliminatoria. Lampard, una vez más, asomaba la cabeza desde la trinchera para engendrar la jugada del tanto inglés, culminada por Ramires con una fenomenal vaselina sobre la salida de un Valdés que no pasa por un buen momento. Como no podía ser de otro modo, era el primer disparo de los blues, que aunó un instinto de supervivencia encomiable con esa fortuna que siempre le había dado la espalda a una generación que parecía maldita siempre que abandonaba las islas.
Poco tuvo que ver el Barcelona del primer acto, mucho más vivo y fresco en la elaboración, que el del segundo, ya condenado a la tensión propia del que intuye el abismo. Guardiola, consciente de que debía recuperar la identidad del equipo después de la traumática derrota del clásico, recuperó para el once a Piqué -sustituido por Alves después de un tremendo choque con Valdés-, Cesc y Alexis, todos ellos suplentes ante el Real Madrid. Eso sí, repetía con una defensa de tres que ha sucumbido en los dos partidos clave del curso, y confiaba otra vez uno de los extremos a uno de sus jóvenes canteranos, en este caso Cuenca. En un partido como el de ayer, más que nunca, el técnico se vio en la necesidad de reforzar su ideario.
Pero no saldría casi nada. Sobre todo porque el Barcelona volvía a ver cómo el futbolista que ha soportado buena parte de la carga goleadora del equipo esta temporada, Leo Messi, clave de bóveda de todo el entramado, culminaba su semana trágica con otro partido para el olvido. Habilitado por un Alexis que cumplió a la perfección con su papel de agitador, La Pulga erró las dos ocasiones en el amanecer. En la primera, su disparo con la derecha se marchó al lateral. Mucho más clara sería la segunda, cuando el argentino, en su duelo al sol con Cech en el interior del área, no acertó a superar la siempre temible oposición del portero del Chelsea.
Guardiola, que no se sentó en todo el partido, juraba en arameo mientras miraba al cielo buscando respuestas a tanta desgracia. Entretanto, corregía desesperadamente las posiciones de sus futbolistas en su acelerada búsqueda del gol redentor. Porque su equipo, que mantuvo encerrado al Chelsea toda la noche, no lograba ir más allá por mucho que los futbolistas persistieran.
La desesperación del Camp Nou crecía a medida que se acumulaban las desgracias. Casi todas ellas con Messi como único protagonista. Después de que el colegiado turco viera un penalti de Drogba sobre Cesc que no fue tal, el diez tomó el cuero para cerrar de una vez por todas el asunto. Pero el argentino, incapaz de hacer caer a Cech antes de golpear el balón, acabó por estrellar su disparo al larguero ante los lamentos de una hinchada que comenzaba ya a temerse lo peor.
Quedaba todo el segundo acto por delante, pero el Barcelona ya no volvería a jugar con la cabeza, sino con el corazón. Con todo lo que ello conlleva. Mientras Cech defendía como un titán la meta, la noche se consumiría con un gol anulado a Alexis, otro disparo al palo de Messi y la definitiva sentencia de Torres. Pocas veces el fútbol fue tan cruel con un equipo.
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