Amanda Beard ya no nada para olvidar.
Amanda Beard pulverizó un récord mundial y ganó siete medallas olímpicas. Pero sus logros la empujaron a la bulimia y a las drogas y no lograron compensar los sinsabores derivados de la inmersión prematura en la alta competición. La nadadora detalla ahora su calvario en unas memorias que han levantado cierta polvareda entre sus colegas por su sinceridad.
El libro cuenta en primera persona la tragedia íntima de Amanda, que se crió en una ciudad californiana y ganó sus primeras medallas olímpicas con apenas 14 años. Al principio la natación fue un pasatiempo familiar, pero enseguida se convirtió en un modo de escapar al impacto del divorcio de sus padres. Amanda cubría nueve sesiones semanales y se despertaba todos los días a las cuatro y media para entrenar. Su debut olímpico llegó con 14 años y Amanda recuerda sus tres medallas de Atlanta con emoción. Aunque su relato transmite la impresión de que los Juegos fueron una experiencia traumática. Amanda era una niña demasiado frágil para lo que se avecinaba. La legendaria Janet Evans entró un día en su habitación y descubrió una montaña de ropa sucia. Al día siguiente, Amanda se la encontró limpia y doblada sobre su cama.
Se suponía que Atlanta sería el inicio de un futuro fulgurante. Sin embargo, fue el principio de una espiral autodestructiva que condujo la carrera de la californiana al borde del abismo. Amanda descubrió casi a la vez el acoso de los periodistas y los desórdenes hormonales de la pubertad. Se sentía gorda y acabada y dejó de nadar. Pero el antídoto se reveló falso y unos meses después volvió a la piscina. «Entonces comprendí por qué las mujeres maltratadas volvían con sus maridos», escribe en el libro, «vuelven porque no tienen ningún otro lugar adonde ir».
A punto de cumplir los 18 años, la nadadora se enroló en el equipo de la Universidad de Arizona y conoció al nadador sudafricano Ryk Neethling.
Enseguida se enamoró de aquel joven apuesto y comprensivo. Pero al cabo del tiempo empezó a emerger su personalidad caprichosa y egocéntrica y Amanda empezó a vomitar. La bulimia se convirtió en una obsesión. Hubo un tiempo en que llegó a vomitar siete veces en un día. En ocasiones sólo comida, otras veces coágulos de sangre de tanto esfuerzo. «Por fin algo me hacía sentir bien», explica, «por fin algo hacía callar la voz interior que me llamaba gorda». Ryk era un ave nocturna y Amanda empezó a beber para llamar su atención. Pero la relación empeoró después de los Juegos de Sydney, donde ella logró un bronce y él, un decepcionante quinto puesto. Ryk la introdujo en Sudáfrica en el éxtasis y la cocaína y, al principio, ella aceptó pensando que las drogas ayudarían a mejorar la relación. «Me encantaba la coca», confiesa en el libro, «es el sueño de una persona insegura y controladora como yo».
El maltrato fue en aumento y la nadadora encontró un nuevo modo de aliviar el dolor: practicarse pequeños cortes en el antebrazo con una cuchilla. Amanda dejó a Ryk y su carrera volvió a despegar, empujada por el potente patrocinio de Speedo y por atractivas sesiones fotográficas en FHM y en Playboy. Aunque los cortes no desaparecieron hasta que la sorprendió ensangrentada en el baño Sacha Brown: el hombre con el que contrajo matrimonio y con el que tuvo un hijo en septiembre de 2009. Desde entonces, se ha enrolado en un programa de psicoterapia y ha dejado los antidepresivos. «Sacha es mi caballero andante», dice Amanda sobre «la persona que vio cómo era y aun así me se enamoró de mí». Quiere competir este verano en Londres y quién sabe si también dentro de cuatro años en Brasil. El tiempo la ha liberado de sus ataduras. Ya no nada para olvidar.
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