martes, 12 de junio de 2012

Rafa Nadal ha ganado su séptimo Roland Garros.



Ya más sereno, con las piernas colgando sobre el banco del campeón, en el centro de la Philippe Chatrier, en el centro de la tierra, Rafael Nadal era un joven unido a una Copa. La sostenía entre sus brazos, la mostraba, ofrecía a los fotógrafos su mejor perfil, la sonrisa franca, el rostro diáfano, minutos antes poblado de lágrimas. Revisaba los nombres ilustres impresos a fuego en la base del trofeo. Ninguno tantas veces reiterado como el suyo. Siete veces Nadal. Atrás quedó Bjorn Borg, el hexacampeón, ausente en un día que de algún modo también le pertenecía, aunque sólo fuera para entregar el testigo. Fue Mats Wilander, también sueco, tres veces triunfador aquí en los 80, quien la depositó en manos del zurdo, ya con 11 grandes en la solapa, tantos como Laver, como Borg, otra vez la referencia. 


Seguían aún todos en su rincón. Alborozo elevado al cubo el vivido poco después de la consumación de la proeza, demorada por los azares del clima, al borde de una tercera postergación por la lluvia, obstinada, que quiso hacer de las suyas cuando Nadal se aprestaba a tomar la cima. Una piña coral antes de estrechar entusiasmos con Toni, su tío, su entrenador, seguramente mucho más que eso en la formación humana y profesional del muchacho. Mejillas acuosas también las de éste, el elegido en la efusión primera, a la que siguieron, una a una, las plasmaciones carnales de la plenitud espiritual. Sus padres, su hermana, su novia, los distintos integrantes de su equipo, hasta alcanzar a Pau Gasol, el colofón, dos tipos de oro fundido. 



«He hablado fatal, pero me han entendido», admite Nadal en la conferencia de prensa. Hace sus pinitos en aún muy precario francés, pero el público no termina de reconocer sus méritos. Fue Djokovic quien gozó de los mayores apoyos. Parecía rendido con dos sets abajo y 2-0 por detrás en el cuarto, antes de la segunda y definitiva interrupción del domingo, pero verse yaciente le insufló un grado extremo de valentía, al que contribuyó el plomo adherido a la pelota como consecuencia de la lluvia bajo la que se disputó el tercer parcial. «Fue duro el domingo. Llevaba jugando este partido desde el viernes por la tarde y hoy [por ayer] no me sentí listo para afrontarlo hasta tres minutos antes de salir a la pista. Estaba más nervioso de lo habitual. Estuve nervioso, ansioso toda la noche», explica. Recuerda que vio los minutos finales del partido de España frente a Italia y un ratito del Telediario, que no quiso leer nada sobre el juego. «Eso sí, me dormí a las 12, más pronto que otras veces, viendo un capítulo de Son Goku [Bola de Dragón], mis dibujos favoritos. Ya lo había visto dos o tres veces, pero me ayudó a conciliar el sueño». 


Trance delicado tener casi la victoria en la mano y aguardar a una prórroga inesperada. Vuelven a su cabeza las tres finales perdidas consecutivamente contra el mismo adversario en los últimos tres majors, la ascendencia que tomó el serbio sobre él en su arrasador 2011. «Ni estaba tan lejos el año pasado, ni ahora me siento superior a él», sentencia, guiado por la mesura. 



Él conoce mejor que nadie hasta dónde ha estrechado las distancias, pero hay circunstancias reveladoras de cómo Nole empieza a sentir nuevamente sobre sí su poderoso vaho. Al igual que en la reciente final de Roma, como sucediera anteriormente en dos juegos de esta cita en París, Djokovic entregó el último juego del partido con una doble falta. «Circunstancial», valora elegantemente Nadal. Tal vez no tanto, nos atrevemos a matizar. Montecarlo, la final en el Foro Itálico, incluso el formidable combate de Melbourne, en el que llevó al balcánico hasta límites extremos, han redecorado el paisaje del tenis, por mucho que el serbio aún conserve su estatus, fortalecido al haber superado las semifinales de 2011 en París. Djokovic se arrogó motivos para sentirse poseedor de una hegemonía que nadie podía discutir.


 Con Federer en un lento ocaso y Murray todavía descabalgado de la santísima trinidad tenística, el español quedó como su único oponente directo. Nunca capituló Nadal. Ni en la peor de las derrotas. Nunca depuso las armas. Sacó provecho anímico de un palo tan contundente como el de Melbourne, donde mandaba 4-2 y 30-15 en el quinto antes de caer en cinco horas y 53 minutos. 


«Mi cuerpo se adapta bien a esta superficie, mis movimientos y golpes son bastante naturales aquí. Es una superficie que exige correr, sufrir, pensar tácticamente. No se gana aquí siete años jugando muy bien, porque eso nunca sucede. La parte mental es especial», refiere a la hora de explicar su dominio. «Es el mejor de la historia en esta superficie y uno de los mejores de siempre en este juego», admite Djokovic, citados los dos ya en verde para el torneo de Halle, primero, y después Wimbledon. Ayer, bajo la responsabilidad de volver a tomar el dominio del partido, Nadal tardó poco en romper su saque de salida, en desmentir sus indicios de heroísmo tras los ocho juegos que encadenó el serbio en el atardecer dominical. Quería la Séptima. Y la quería ya. Esta vez ni la lluvia iba a ser capaz de detenerle. 


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