lunes, 8 de julio de 2013

Andy Murray


Algo había en el ambiente indescriptible de la colina más famosa de Wimbledon que hacía mascar la victoria. Las Union Jacks y las banderas escocesas rivalizaban con pancartas de aliento lejano al héroe de la pista central: «¡Hagamos historia!», «Murray, no tengas prisa», «Te amamos, Andy»… 
Al concurrido lugar lo bautizaron en tiempos como la Colina Henman, en honor al jugador británico que llegó cuatro veces a las semifinales pero que dejó con la miel en los labios a sus compatriotas. El popular cerro, ahora conocido como Monte Murrany, se convirtió ayer en una algarabía patriótica de 3.000 ruidosos espectadores que estallaron en un júbilo incomparable cuando por fin se rompió la maldición de los 77 años. 

«Sabíamos que Andy no nos iba a decepcionar», aseguró Glenda Shelling, de 47 años, que cambió en el último set el asiento en las gradas por los apretones ante la pantalla gigante. «Éste es el momento que llevábamos esperando toda la vida y hay que celebrarlo a lo grande y haciendo piña. En la pista, todo resulta escrupulosamente formal». Entre tanto, Murray no tuvo su primer pensamiento para su madre, Judy, ni para su novia, Kim, ni para su preparador, Ivan Lendl. El escocés se dio la vuelta, estábamos justo detrás, y miró a los banquillos de la prensa, como buscando un desquite personal. «Ha sido una reacción subconsciente», reconoció luego. «Miré en la dirección de cierta gente entre los medios [risas]. Obviamente, hemos tenido una relación difícil durante años, aunque la cosa ha mejorado últimamente». 

«Sabía lo importante que era para todos que ganara este torneo», seguido en directo por más de 18 millones de telespectadores. «Y me ha costado dejar constancia de lo mucho que lo he intentado y lo duro que he trabajado para conseguirlo». 

Digamos que la relación de Andy Murray con la prensa y con el público británico ha sido lo que aquí llaman un tough love, un amor duro y difícil, ni siquiera recompensado con el oro olímpico y el Abierto de Estados Unidos. El escocés necesitaba desesperadamente Wimbledon –«Ganar aquí es el pináculo del tenis mundial»– para sellar una alianza, hasta ahora quebradiza, con su propia parroquia, y para conseguir, de paso, el lanzamiento al estrellato mundial, con contratos publicitarios que pueden ponerle en la órbita de los 120 millones de euros en lo que le queda como profesional. 

Tuvo unas palabras muy sentidas para su entrenador, Ivan Lendl. «Es obvio que nunca sonríe en público, pero en privado es una persona muy distinta. Le doy las gracias porque ha creído en mí cuando otra gente había perdido la confianza. Ha tenido mucha paciencia. Gracias a él no sólo he seguido mejorando técnica y físicamente. Ahora tengo una mentalidad diferente que es la que te hace ganar este tipo de partidos». 
Murray tuvo también palabras muy emotivas para sus abuelos, que estuvieron viendo el partido en su club deportivo de Dunblane, en Escocia. Y, por supuesto para su madre, Judy, su primera entrenadora, la misma que con 15 años le recomendó pasar en España, uno de los momentos claves de su progesión hacia la cima. «La mejor sensación posible es ver a tu hijo ganando Wimbledon», reconoció Judy, superados los nervios del escalofriante último juego. «Estuve temblando durante las tres horas que duró el partido. Recuerdo a Andy cuando era niño y me hablaba sobre cuánto deseaba ganar Wimbledon». 

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